Otro año más, el mismo frío de la cera derretida sobre la tarta. - ¡19 años no son nada mujer! me dicen las vecinas con el peso de sus años bajo una capa de crema antiarrugas. Diran que son poco años, pero para mi resultan cercanos a los 63, quizás porque últimamente me comporto como una jubilada: voy a cursos y talleres con el fin de distraer la mente, doy paseos por el parque, y sí, por qué no, me gusta dar de comer a las palomas de vez en cuando. Pero aún sigo sintiendo el vacío, la soledad de la existencia. Da igual que haya cumplido 19...o 63, la vida es la misma, la soledad se presenta por igual. No tengo la angustía de los octogenarios, ni vivo el carpe diem malinterpretado de los veinteañeros.
La voz robotizada del metro me devuelve a la conversación. - ¿Has probado a chupar una pila?. A Christian le gustaba romper los billetes de metro con los dientes y las cosquillas eléctricas de las pilas en su lengua. A mi también me gustaba esa sensación ácida. La gente escuchaba la conversación sin disimulo. Debía ser interesante hablar de chupar pilas. Mi mente volvió a salir del metro (nunca me ha gustado ese sitio).
Aún sigo buscándome, reconstruyendo poco a poco la fotografía devastada, nadando a crol en el desierto.
190 velas consumidas, 19 tartas, 19 años, 2 pulmones y una sonrisa.
Ahora, sentada en este antiguo sofá intento retener el surrealismo de estos días. Parece irreal que mientras escriba esto un chico en la planta de abajo hable en francés mientras de fondo retumba la sinfonía erótica de la habitación "prive". Alisson está todo el día frente a la pantalla. Su piel se ha vuelto más blanquecina, ahora sus pecas parecen desvirgar el desierto de su cara. El ordenador se calienta en mis rodillas y quiero un chocolate que tiemple la noche.
Acabo con el calor de mis piernas con una chaqueta de segunda mano y la compañía de Valeria y Agustina. Atravesamos los raíles oxidados de Chausseé de Mons. Con el sigilo de la niebla nos colamos entre las puertas de aquel vagón sesentero rumbo a la garganta desgarrada del blues de la place. Las lámparas bailaban Tainted Love a ritmo de guitarra y cajón. El pelo de Martin era inacabable, una cascada de chocolate caliente sobre los hombros. Su sonrisa me invitó a saborear el dulce placer del chocolate belga en la soledad del pintalabios usado, en la compañía del taxi negro de imágenes difusas. Sus manos intentaban retenerme en su alma, en la inmensidad del abrazo desnudo. Aquella noche sus ojos me contaron su historia, derramaron su música sobre mi pecho. Un autobús vistió de nuevo su cuerpo y el mío y Valeria abrió de nuevo la puerta.
Un número de teléfono y un atropello. Cruzaba en verde. Él también, en perpendicular. Aún siento el metal frío en mi cadera y la rueda apoyarse sobre la cuña de mi pie. Lloro, de impotencia, mientras una mujer despide a un familiar invisible que parece llenar la estación con su prisa fantasmal. Un hombre calienta sus rodillas con un capítulo de pokemon y la niña rubia pintaba cabezas enormes, gatos con camiseta, niñas con coletas y jirafas sin manchas en los tickets de tren. Cerré los ojos y pensé que él estaba allí, en la dirección de la servilleta arrugada, en la estación, que vendría a despedirse. Aunque quise que no estuviera. No me gustan las despedidas ni el gas de la coca cola. Sin gas me fui al autobus. Todos viajaban en el bolsillo trasero de mi mochila, junto a una chocolatina de zanahoria, hacían demasiado ruido asi que puse la musica a todo volumen y me quedé dormida. Cuando desperté, era demasiado tarde para despedirse, demasiado tarde para salir del avión. Un chico leía un articulo de historia en francés y un gay se asustaba del clima. Las azafatas se convirtieron en vendedoras ambulantes y empecé a interesarme en un artículo de babelia. Ya estaba en Madrid. En unas horas me convertí en una lombriz de tierra, igual de viscosa y resbaladiza. La gente se asusta demasiado, huyen de la realidad cercana de tierra, de los bichos, de los gusanos. Me gusta la gente, así no tengo que ir al zoo.